En un mundo que se desmorona, ¿por qué seguir hablando de cómic? Imaginar es una forma de persistir. Esta columna reflexiona sobre la sostenibilidad del ecosistema del cómic en Colombia desde la fragilidad, la precariedad y las preguntas que buscan respuestas colectivas.
Recientemente me invitaron a participar en una conversación sobre el futuro del cómic en Medellín, en un momento en el que asistimos a genocidios y catástrofes climáticas transmitidas en tiempo real. Bueno, en un momento en el que el mundo —que supuestamente iba a ser mejor después de la pandemia del COVID-19— parece ir en un proceso acelerado de autodestrucción. Pero las pandemias, las guerras mundiales y las catástrofes no son nuevas. El cómic, tampoco.


Si algo recuerdo de las lecturas de memorias de personas que vivieron situaciones límite, es que la mayoría habla de tratar de seguir adelante, de buscar algo en lo que creer e intentar continuar. Nunca me ha gustado limpiar escombros, y ante un fin del mundo me gustaría morir de primeras. Pero mientras esté aquí, supongo que me toca seguir, y aunque pensar en el futuro del cómic en nuestro país parece una tarea menor, en realidad no lo es.
Entonces, vale la pena preguntarnos: ¿cómo hablar de sostenibilidad para el ecosistema del cómic en el país? ¿Cómo hacer para que pueda ser un medio digno para quienes nos dedicamos a esto? ¿Cómo ampliar la mirada sobre lo que se hace, quiénes lo hacen y quiénes lo leen?


Como verán, no tengo respuestas, solo más preguntas. En particular, en estos días me pregunto sobre tres temas: la fragilidad e impermanencia del trabajo colectivo; las limitaciones de los estímulos, becas y convocatorias culturales; y los prejuicios y el desconocimiento general sobre el ecosistema del cómic, persistente en funcionarios e instituciones con capacidad de toma de decisiones en el sector cultural.
En primer lugar, el trabajo colectivo, las redes y alianzas es una cuestión que me confronta: ¿cómo tejer lazos de trabajo conjunto que sean sólidos y respetuosos? He visto cómo procesos colectivos cercanos asociados al cómic suelen durar entre cuatro y seis años, y cómo las personas que los lideran padecen un agotamiento crónico. A esto se suma el caso reciente de varios proyectos de larga data que, debido a la gentrificación que vive la ciudad, tuvieron que cerrar tras ser desplazados por el alza de los costos de arriendo. Entonces, ¿cómo enfrentar el reto de mantener espacios culturales —sedes que también son lugares de creación y formación para el cómic— en medio de una ciudad atravesada por la gentrificación turística?
También me pregunto por los estímulos y becas de creación del sector cultural: apoyos que se han fortalecido para las artes escénicas, la literatura y el audiovisual. Pero, realmente, son muy pocas las opciones que existen para el cómic en particular: como medio, como área o como campo específico. A veces, haciendo maromas, se puede colar en alguna de esas convocatorias una propuesta que incluya cómic.
De hecho, este tema da pie para una larga y vieja discusión sobre si el cómic es un medio, un lenguaje, un área de trabajo. Aunque parezca una cuestión teórica, tiene implicaciones directas en el acceso a los recursos públicos y privados. Por ejemplo, en Medellín —como en otras ciudades del país— los programas de estímulo a la creación artística se organizan por áreas específicas: artes escénicas, literatura, artes visuales, música, audiovisual. De esta clasificación depende qué proyectos son elegibles y bajo qué condiciones.
Si el cómic no es reconocido formalmente como un campo específico, sino que queda disperso entre otras categorías (a veces como literatura, otras como artes visuales o audiovisual), entonces las propuestas referidas al cómic quedan desdibujadas en la formulación de las convocatorias, y enfrentan desventajas al ser evaluadas junto a proyectos ajustados a las áreas reconocidas.
Si bien existen algunas convocatorias que nombran directamente el cómic en sus bases, estas siguen siendo escasas frente al crecimiento del sector en la ciudad. Por eso no es menor discutir si el cómic debe ser tratado como lenguaje transversal, como medio híbrido, o como sector autónomo con necesidades propias. Lo que se nombra, se visibiliza y, finalmente, es susceptible de ser financiado.
Ahora, cuando se piensa en cómic, persisten algunos viejos prejuicios. Por ejemplo, la idea de que está dirigido únicamente al público infantil o juvenil, tanto en las producciones y publicaciones como en los espacios de formación. ¿Quién dijo que a la población adulta —o adulta mayor— no le interesa conocer o hacer cómics?


Pensando en la diversidad del ecosistema del cómic, además de la creación y los talleres de formación —ambos muy importantes—, también vale la pena preguntarse: ¿qué otros roles asumen las personas del cómic en el país? Es ahí donde campos como la investigación, las muestras, los festivales, las exposiciones, los laboratorios de creación y los múltiples roles editoriales se revelan como espacios en los que el cómic tiene cabida. Entonces, ¿por qué no ampliar el universo de acción y desligar al cómic de un espacio de creación limitado a la publicación y a la formación de públicos infantiles o juveniles?
Es difícil tejer redes, pero creo que las opciones para pensar en la sostenibilidad de este ecosistema —como muchos otros— están precisamente en fortalecer lo colectivo, en pensar en el sector y no solo en los individuos, en pensar en el bosque y no solo en las plantas aisladas. Pero, como dije al comienzo, no tengo respuestas, solo más preguntas: ¿cómo hacer esto? ¿Qué tipo de redes tejer? ¿Qué alianzas? Ojalá estas preguntas sean una posibilidad para pensar el futuro del cómic en la ciudad y en el país. Que seguir dibujando, escribiendo, creando, sean una forma de persistir. No lo sé.